Por Carlos Frette, Psicólogo Social (MP. 20087)
Hablar de ludopatía es hablar de algo mucho más profundo que un simple problema con el juego. Es adentrarse en un fenómeno que transforma la vida de las personas y que, muchas veces, se convierte en el preludio de adicciones aún más complejas. Como psicólogo social, desde la Fundación CEPPS, he visto cómo esta problemática afecta a individuos y familias, y quiero compartir mi reflexión sobre lo que significa cruzar esa línea roja entre el entretenimiento y la enfermedad.
La ludopatía es, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), un trastorno de la conducta que implica una dificultad para controlar los impulsos. Lo que comienza como un hábito puede alterar el comportamiento, modificar el cerebro y desestabilizar las relaciones sociales. No estamos hablando solo de adultos; cada vez es más frecuente encontrar niños y adolescentes atrapados en esta red. Aquí entra una pregunta que escucho con frecuencia: “Si mi hijo deja de jugar compulsivamente, ¿todo termina ahí?” La respuesta, lamentablemente, suele ser no.
Una puerta hacia otras adicciones
La ludopatía es, en muchos casos, el disparador de un círculo vicioso. Esta adicción no implica el consumo de sustancias, pero comparte con ellas una característica crucial: la alteración de los mecanismos cerebrales de recompensa y control. Este patrón puede llevar a otros comportamientos de riesgo, como el consumo de alcohol, drogas o incluso la adicción a la pornografía, especialmente entre los más jóvenes que pasan horas en redes sociales o juegos en línea.
He trabajado con adolescentes que, tras superar la ludopatía, se encontraron enfrentando otros problemas como la ansiedad, el sedentarismo o el aislamiento social. Estos factores, combinados con una búsqueda constante de estímulos, los empujan a nuevas formas de escape, perpetuando un ciclo de autodestrucción.
¿Qué hacemos como sociedad?
La prevención debe comenzar en casa, desde el ejemplo de los padres y las conversaciones abiertas. Pero no podemos dejar todo en manos de las familias. Las escuelas, los clubes y los espacios comunitarios tienen un rol clave en la educación emocional y en la visibilización de estos problemas.
Para quienes ya están atrapados en una adicción, es esencial buscar ayuda profesional. La recuperación no es inmediata; requiere un tratamiento interdisciplinario, compromiso familiar y tiempo. He visto cómo el apoyo de amigos y familiares puede marcar la diferencia, aumentando la resiliencia de las personas.
Hablemos de las adicciones
Uno de los grandes problemas es el estigma. Muchas familias optan por el silencio, ocultando la situación como si fuera una vergüenza. Pero este silencio perpetúa el problema. Necesitamos normalizar la conversación sobre las adicciones y tratarlas como lo que son: enfermedades. Así como dedicamos campañas enteras al cáncer de mama o a la prevención de enfermedades cardíacas, debemos hacer lo mismo con las adicciones.
Las adicciones no son una falla moral, son el resultado de procesos sociales, emocionales y psicológicos que no hemos sabido atender. Mientras sigamos ignorando este tema, seguiremos viendo a jóvenes y familias enteras atrapados en un espiral de dolor.
Es hora de cruzar la línea, pero en sentido inverso: desde la indiferencia hacia la acción. Si logramos hablar, prevenir y actuar, estaremos dando un paso clave hacia una sociedad más saludable y consciente.